En las últimas semanas, la salida de Harry y Meghan de la primera línea de la familia real británica ha acaparado las portadas de la prensa mundial.
Ríos de tinta y cientos de portales web han reportado casi a diario cada detalle de la decisión que tomó la pareja por motivos de privacidad.
El interés ha sido general, aunque la historia tampoco ha estado exenta de críticas, particularmente de aquellas personas que no entienden por qué siguen existiendo monarquías, reyes y príncipes en pleno Siglo XXI.
Actualmente, en el planeta hay 27 países cuya forma de gobierno es una monarquía. Trece de ellas están en Asia y diez en Europa.
Según la Casa Real del Reino Unido, tal vez la más conocida del mundo occidental, su labor bajo el modelo constitucional es proveer una figura estable en la Reina como jefa de Estado, pero con un Parlamento electo encargado de legislar.
Sin embargo, algo distinto ocurre en países como Omán, Arabia Saudita y Esuatini, donde el rol del monarca es absoluto.
Para la mayoría de los chilenos las monarquías suenan lejanas, ya que en gran parte de América las repúblicas son la norma -con la excepción del Caribe, donde hay países que son parte de la Mancomunidad británica.
Pese a ello, es conocido que la mayoría de las familias reales y sus respectivas cabezas gozan de gran popularidad entre sus súbditos.
De acuerdo a datos de YouGov, una firma británica de investigación de mercados y análisis de datos, la reina Isabel II tiene un 72% de aprobación y sus más férreos seguidores la catalogan como “admirable”, “trabajadora”, “respetada”, “digna” y “dedicada”.
En España, tras su ascenso al trono, el rey Felipe VI cautivó a gran parte de su pueblo, lo que se vio reflejado en los resultados de una encuesta encargada por ABC.
En concreto, el monarca logró en agosto de 2018 un 75,3% de aprobación a su figura, la cifra más alta para el rey de turno desde la restauración de la monarquía hispana. En tal sondeo solo lo superó su madre, doña Sofía.
Pero más allá de las encuestas favorables, estas formas de gobierno también cuentan con detractores.
De los países bajo influencia británica, en la mayoría hay movimientos en contra de la casa de Windsor.
En Australia, por ejemplo, el Movimiento Republicano Australiano hace campaña para “reemplazar a la monarquía extranjera de nuestra Constitución con un australiano como el jefe de Estado”.
En Canadá, en tanto, una encuesta Ipsos de 2016 arrojó que el 53% del país creía que tras la muerte de Isabel II se deben cortar todos los lazos con la corona, postura que fue refrendada en una nueva medición llevada a cabo este mes de enero.
Allí, el Angus Reid Institute descubrió que el 66% de los consultados siente que la monarquía perdió o está perdiendo relevancia en sus vidas y que un 45% piensa que deberían dejar de ser una monarquía constitucional ahora mismo.
¿Beneficios?
En base a lo anterior no es extraño cuestionarse el por qué estas formas hereditarias de poder siguen existiendo en el mundo contemporáneo y si es que efectivamente traen más beneficios que gastos o problemas asociados, considerando que la opulencia parece ser una de las principales características de los reyes y sus familias.
Según un estudio realizado por Mauro Guillen, académico de la Universidad de Wharton en Estados Unidos, las monarquías son buenas para la economía de un país y el estándar de vida en el largo plazo en base a información de 137 países, lo que también incluyó repúblicas y dictaduras.
“No asuman que las monarquías son anticuadas y que no dan buenos resultados económicos. Eso no es cierto”, indicó el académico, que concluyó que entre 1900 y 2010 los países con reinas y reyes tuvieron mejores resultados a la hora de proteger los derechos de individuos y negocios.
En tanto, Margit Tavits, profesora de Ciencia Política de la Universidad de Washington en St Louis, tiene una opinión similar, pero enfocada en términos de gobernanza.
En su libro Presidentes con Primeros Ministros, la experta afirma que los soberanos están “sobre la política” puesto que no tienen lazos con ese mundo antes de asumir su cargo, por lo que evitan ser parte de los enredos y pugnas que se viven esa escena.
Además, Tavits aseveró en la publicación que los presidentes electos hacen que parte de la ciudadanía esté menos conectada con la política en general y que su figura incluso afectaría negativamente la participación en elecciones parlamentarias.
Por otro lado, si consideramos los datos del Índice de Democracia 2019 de The Economist, tres de los cinco países del top 5, es decir, naciones con “democracias plenas”; tienen estrecha relación con la monarquía: Noruega, lugar 1 con 9,87 puntos de 10 (rey Harald); Suecia, lugar 3 con 9,58 puntos (rey Carlos XVI Gustavo); y Nueva Zelanda, lugar 4 con 9,26 puntos (Isabel II de Inglaterra).
El resto del selecto grupo con un monarca en su institucionalidad lo componen Bélgica, Canadá y Dinamarca.
Dinero
Muchos también critican lo oneroso que saldría mantener a una monarquía, quienes obtienen dinero del erario público para solventar sus actividades públicas y privadas, además de financiar su seguridad y el mantenimiento de sus residencias.
En 2019, por ejemplo, el rey Felipe VI le costó a la billetera española US$8,8 millones, aunque el país, por concepto de turismo, percibió ese mismo año US$74 mil millones.
Solo Francia, ícono de la caída de reyes, cuyas antiguas residencias son algunas de sus más preciadas atracciones turísticas, la superó en el listado, de acuerdo a cifras entregadas por la Organización Mundial del Turismo (OMT).
Es así como quienes apoyan a las coronas del mundo defienden su existencia e importancia específicamente por las ganancias que generan a la hora de seducir a los visitantes extranjeros, fomentando el sector productivo del turismo, tal como ocurre en el Reino Unido.
De acuerdo a información pública, Isabel II y sus más cercanos recibieron de parte del tesoro británico US$86 millones en el último año fiscal.
No obstante, en 2017, la firma Brand Finance reportó que el clan significó un aporte a la economía nacional de US$2.354 millones, con un extra de US$196 millones por representaciones directas en su calidad de embajadores.
Claramente los puntos anteriormente mencionados no representan la totalidad de los aspectos necesarios para dirimir a ciencia cierta si estas formas de gobierno son efectivamente justificables en la era contemporánea.
No obstante, está claro que engloban los elementos vitales por los cuales sus seguidores las defienden de manera acérrima: popularidad, estabilidad y números verdes, posturas visadas por organismos internacionales, académicos y parte de la misma ciudadanía.