Por Fernando Cortés, académico de la U.Central Región Coquimbo.
Esta semana se conmemoró el Día Mundial de la Tuberculosis (24 M), fecha que nos confronta con una paradoja global: mientras la ciencia avanza, la inequidad persiste. A pesar de ser una enfermedad prevenible y curable, la tuberculosis (TB) sigue siendo la infección más letal del mundo, superando incluso al VIH/sida. En Chile, con mejores indicadores que el promedio regional, la TB no está controlada. Recordatorio de que las fronteras de la salud pública son determinadas por la justicia social.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), en 2023 se estimaron 10,6 millones de casos nuevos y 1,3 millones de muertes, revirtiendo una década de progreso debido al impacto de la COVID-19. Sistemas sanitarios colapsados, diagnósticos tardíos y tratamientos interrumpidos agravaron la crisis. En 2025, aunque algunos países recuperan terreno, persisten brechas críticas: como que el 30% de los casos aún no son diagnosticados, y que las formas resistentes a medicamentos aumentan un 3% anual.
La TB es un termómetro de desigualdad. El 80% de los casos se concentra en países de ingresos bajos y medios, con acceso limitado a pruebas rápidas o a esquemas terapéuticos cortos. En naciones ricas, la TB afecta a poblaciones marginadas: migrantes, personas en situación de calle y comunidades indígenas. La meta de la OMS de reducir un 90% las muertes para 2030 parece lejana si no se prioriza a los más vulnerables.
Chile es un caso paradigmático. Con una incidencia de 11,5 casos por 100.000 habitantes (2023), está muy por debajo del promedio global (134), gracias a un sólido programa de control que incluye vacunación BCG, detección activa y tratamiento supervisado. Sin embargo, tras las cifras hay realidades preocupantes.
Primero, que la TB se concentra en barrios pobres de la Región Metropolitana, Valparaíso y Tarapacá, donde el hacinamiento y la pobreza son elementos comunes. Comunidades migrantes de países con alta endemicidad (Perú, Bolivia, Haití) y personas privadas de libertad enfrentan alto riesgo. Además, un 5% de los casos están vinculados a abandonos de tratamiento.
Segundo, la atención primaria de salud es el pilar del control de TB, pero sufre sobrecarga crónica. El acceso a pruebas de sensibilidad antimicrobiana es desigual, y persisten mitos que limitan la búsqueda de ayuda en la población. La TB no es solo una bacteria, es el resultado de la exclusión social.
La primera lección es que debemos invertir en justicia social, aunque no genere titulares. Chile invierte menos del 1% de su presupuesto en salud a enfermedades infecciosas desatendidas.
Innovar con equidad: Las nuevas herramientas existen, pero deben llegar a quienes las necesitan. Chile podría liderar en América Latina ensayos clínicos y estrategias de telemedicina para zonas remotas.
Enfrentar el estigma: La TB se combate con antibióticos, pero también con educación. Campañas en lenguas indígenas, capacitación a funcionarios y testimonios de pacientes pueden romper el silencio.
Integrar la salud pública: La TB se relaciona con VIH, desnutrición y contaminación intradomiciliaria. Abordarla exige políticas intersectoriales: vivienda, trabajo y migración.
Lo salubristas del mundo hacemos el llamado al derecho a la salud, ya que la Tb no se combate tan solo con medicamentos, sino con equidad y justicia social. Invertir en calidad de vida para todos y todas debe ser imperativo para nuestras autoridades. ¿Permitiremos que millones mueran por una enfermedad prevenible y tratable? Imposible es la respuesta, debemos asumirlo como un imperativo bioético de la toda la humanidad.